Fueron largos años que parecían no acabar y que tampoco yo lo quería. Todo transcurría sin sobresaltos: familia, amigos, trabajo… ¿Qué más se podía pedir a la vida? Nada. Hasta que la enfermedad llamó a la puerta. Trabajo, amigos e incluso familia huyeron en desbandada. ¿De qué cimientos estaba construida sus vidas y la mía? Si ya no tienes nada que dar salvo problemas; si ya te han exprimido hasta agotarte, sólo queda el autodestierro. Me desprendí de lo poco material que me quedaba y decidí alejarme de un mundo ilusorio, pero ¿a dónde ir?
Así comencé mi peregrinaje sin rumbo, lejos de todo lo conocido. Tras años arrastrando mi enfermedad como mejor pude llegué a una aldea sin nombre, perdida entre montañas. Un joven sonriendo me recibió. No conocía mi idioma ni yo el suyo. No importaba, supo de mí necesidad. Me señaló una desvencijada choza. Seguí sus pasos…
Compartió conmigo una taza de té. Dormí profundamente, cansado de mi eterno viaje.
Mi fin estaba cerca, lo presentía y lo deseaba. Mi cuerpo era ya un desecho y mi alma reclamaba libertad…
Llegó la noche. Mi corazón latía sin ritmo con pausas que presagiaban el final. Un último pensamiento surgió: ¿ha merecido la pena vivir? No respondí…
Un rayo de luz despertó al joven anfitrión . Miró al anciano y comprendió enseguida qué tenía que hacer. Llevó el cadáver hasta una loma cercana. Posó el cuerpo inerte sobre una conocida roca plana. Enseguida sobrevolaron el lugar varios buitres, sabían que ejecutarían su cometido en el ciclo de la vida. Esperaron pacientemente su desmembramiento por parte del joven. En minutos estaba rodeado por una bandada de aves carroñeras. Él se retiró no sin mostrar antes su respeto, no a un muerto, sino al espíritu que le habitó.
Permaneció sumido en sus pensamientos: “Lo que es de la tierra, a ella vuelve. Lo que es del espíritu pervive en el universo, en mí. El viento nos lleva...”.