Salí al jardín, miré al cielo
nocturno y, en lo alto, esplendorosa, la Luna llena parecía hacerme un guiño,
cerca el planeta Júpiter. Ambos, en silencio, cumplían una noche más un ritual
que desconozco y que me gustaría desentrañar.
Volví a mis aposentos. Un poco de
paja hacía de colchón y una haraposa túnica me protegía del viento que se
colaba por la abertura que hacía de entrada a la cueva. La oscuridad, mi
compañera, no la temía en absoluto. Desde que tengo recuerdos me acostumbré a
ella, me es útil para, con mayor facilidad, entrar en rincones de mi alma que
la luz cegadora no me deja contemplar.
Ocurrió una noche, en mi
adolescencia, repasando lo acontecido durante el día. “Nada de otro mundo”, me
decía, cuando, de repente, me vi en otro escenario totalmente desconocido para
mí…
«Rodeado de gente que parecía
dirigirse a un destino que yo desconocía, me uní a ellos. No era yo un
chiquillo, sino un anciano que apoyado en un bastón daba pasos lentos. Junto a
mí, a mi ritmo, un joven, al que llamaré Apu. Me recordaba, en una conversación
amena, que nada debería temer, ya que todo estaba preparado para mí. Una gran
cúpula cristalina apareció en el horizonte. “¡Allá nos dirigimos!”, me dijo él
sonriendo; parecía que lo que fuera a suceder le incumbía personalmente. ¿Era
algún familiar mío?
Minutos después entrábamos, como
si de un ritual ancestral se tratara, por un portón, que como una neblina
espesa, ejercía de guardián que parecía aprobar nuestro ingreso. Mi cuerpo
vibraba hasta tal punto que parecía que iba a detonar desintegrándose, mas no
sucedió…
Quienes me precedían tomaron
asiento en un amplio círculo que nadie había señalado, pero que todos parecían
conocer de antemano. Apu, me indicó que me sentara en el centro de éste. Le
pregunté por qué. Con gesto de aprobación, sin decir palabra, me señaló el
lugar preciso. Quizás ya estaba cansado del largo trayecto, o que los años ejercían
su poder, acepté sin dilación. Levanté mi cabeza mirando al cielo que la cúpula
trasparente dejaba observar con nitidez: un gigantesco sol daba destellos,
fuego salía de sus entrañas que atravesando el firmamento viajaba hasta este
lugar iluminándolo todo. La oscuridad no tardó en llegar…, millones de
estrellas brillando.
Un silencio estremecedor se
apoderó de la sala y de mí. Un fulgurante rayo de luz proveniente del cielo
nocturno atravesó el cristal llegando a la altura de mi cabeza, iluminándome por
completo. Dejé de sentir mi cuerpo y de ver cuanto acontecía alrededor a
excepción de Apu, que pareció situarse frente a mí. Acabé visualizando
solamente sus ojos, profundos, negros… Sin saber cómo entré en ellos, o eso me
parecía.
Intuyendo que viajaba por su
mente me encontré en un lugar totalmente desconocido: montañas nevadas, grandes
árboles elevándose hacia el firmamento. Una aldea atrajo mi atención: gentes
deambulando de un lado a otro afanosas. Una puerta de madera se abre, niños
entran y salen repetidamente alborozados, ajenos a la tristeza que observo en
dos adultos que acaban de traspasarla. “No tenemos qué darlos de comer, aún no
me han pagado el trabajo que hice”, escuché
a uno de ellos, un hombre ajado por los esfuerzos realizados, aunque joven aún.
–Ellos serán tus futuros padres,
si lo aceptas, –percibí la voz de Apu.
Sabía de la responsabilidad que
conllevaba tal decisión, de los pros y contras, de la dureza de la prueba a la
que me sometería si mi respuesta es afirmativa.
–Contempla algunos acontecimientos
que vivirás junto a ellos. No te desanimes por lo que veas, pues bien sabes que
sólo el alma es capaz de aprender en tales condiciones y dar generosamente
cuanto lleva, sin pedir nada a cambio. Tanto ellos como tú sois viajeros desde
hace millones de años con un destino que entrevéis esplendoroso. Es necesario
moldear vuestros espíritus en contacto con energías que claman liberarse de
ellas mismas. Son la luz que pide más luz, el amante que demanda a su amada, la
semilla que anhela germinar.
Tras visualizar el porvenir más
próximo, respiré hondamente. Sabía que ahora era sólo un observador, que lo contemplado
era inocuo… hasta que me fundiera con la luz. Entonces todo cambiaría… Olvidaría,
sí, quien era, quien soy, para entregarme en cuerpo y alma a una experiencia de
vida, no para enriquecerme sino para ser la propia Vida, más consciente, más
plena de Sí. No es fácil expresarlo, sólo quien ha sido amante sabe de qué se
trata.
Me alejo. Ahora, nuevamente,
contemplo los ojos de Apu, quizás más brillantes que nunca, puede que sean las
lágrimas que los inundan sin poder derramarse…
Mi decisión también le implica a
él, puede que también tome el mismo camino, que no nos reconozcamos e incluso
que nos ignoremos. Puede…
¡Sí! Brota de mis entrañas, como
el alba que ilumina un nuevo día.
Apu, sonriendo, tapa su rostro
con sus manos, impidiendo que vea cómo se rompe en pedazos su ser.
–Es sólo por un tiempo –le digo–,
y ya sabes, que nada nos separa en realidad, que siempre que lo necesitemos
podemos encontrarnos.
La luz que me envuelve se hace
más opaca, casi hasta dejarme sin respiración. Me cuesta mantenerme lúcido. Un
sopor recorre mi cuerpo, ya no lo siento. Sólo un tímido hilo de luz me une a
éste…, me alejo. Ahora veo a Apu resplandeciente, un aura dorado henchido de
vida surge de su pecho abarcándole y sobrepasándole. Mi visión se amplifica y a
cuantos contemplo en la sala los veo como a él: ya no son sólo ellos sino un
sol que resplandece sin deslumbrar.
El círculo se aleja de mi vista.
Escucho: “¡Hasta pronto!”
¡Hasta pronto! –como un eco, repito.
Sin cuerpo, en espíritu, viajo
hacia mi destino… Una aldea envuelta en montañas. Faltan pocas horas para que claree.
Un grito desgarrador recorre la aldea, el dolor de una madre. El primer llanto
de un niño le acompaña. Unos tibios rayos de luz atraviesan la ventana de la sobria
cabaña anunciando un nuevo día. Amanece.»
Ahora, anciano, al rayar el alba,
me dirijo con paso firme al encuentro de mi destino.