Contemplar una puesta de sol
puede ser un momento inigualable, ni siquiera las que pude ver en el pasado ni
las que posiblemente veré en el futuro serán como ésta. No, no es un día
especial, más allá de que todos lo son si se saben apreciar, es un instante,
unos pocos minutos en que he sido capaz de abstraerme del entorno, irme con las
nubes que rodeaban la luz que dejaban tímidamente escapar y llegar hasta mí.
En ese momento el Sol y yo
estábamos conectados, su luz no me era ajena. Entrando por mis ojos llega, lentamente,
a todos los rincones de mi cuerpo y siento que una a una, todas mis células
entran en un estado de dicha. ¿Me trasmite el Sol algo más que un poco de su
luz? Diría que sí.
Mi alma, a la que no encuentro un
lugar concreto de residencia, ni siquiera en el cerebro, ni en el corazón, es
colmada por el gozo que mi cuerpo siente. Y expandida, cual globo inflado con
todas las fuerzas que un niño pueda poseer, abarcando más allá de mis límites,
escapa al ser soltado por una mano inocente haciendo espirales en el espacio.
Sin saber cómo, mi cuerpo ya no es mi cuerpo, sin límites, sin forma definida,
vuela libre el alma directo al astro de mis días. Me acerco atraído por una
fuerza irresistible, millones de destellos de luz van y vienen y yo soy uno
más. Súbitamente, algo me frena en seco, estoy parado, en pie, mi cuerpo vuelve
a estar conmigo, pero no es el mismo, siento ríos de vida que ascienden y
descienden en mí. La vida que por mí trascurre es como una gota de agua que
danza en una ola camino a la orilla del mar. ¿Este es mi hogar? -me pregunto.
Oigo los latidos de mi corazón,
no es un músculo más, es la más pura percepción del amor que pueda
experimentar: vacío, plenitud, se intercalan en una cadencia melódica. Escucho
otros latidos, que aun sabiendo que no me pertenecen, también los siento como
míos. Veo semblantes, sonrientes, amigables. Recuerdos se agolpan queriendo
distraerme, entristecerme. Sin palabras me hablan, calman mi ansiedad, aquietan
mi ser. Ojos que clavan su mirada recorren mi alma, de abajo arriba… Vibro,
todo vibra en mí. Distingo mis manos, mis pies, como siempre han sido, como
siempre serán, no tienen edad. No soy sólo quien acaba de llegar, sino quien
nunca se fue, quien siempre está. Miro a mi alrededor y contemplo una tras otra
mis “escapadas”, mi descenso al valle de lágrimas que en tantas ocasiones se ha
convertido la Tierra, mi Tierra. Me siento responsable de cuanto allí sucede.
Si hubiera actuado de forma diferente, hoy sería un auténtico edén.
Yo, ahora, no soy solo yo, soy
todos los que van y vienen: los que están abatidos, los inconscientes, los
amantes, los asesinos, los altruistas, los peregrinos, los ignorantes y sabios…
Soy todos por igual, no soy hombre ni mujer y soy ambos a la vez. Aprendo, de
la alegría tanto como del dolor, pues tales no son más que los momentos en que
mis manos están trabajando el barro; las veces en que tuve que empezar una y
otra vez las vasijas que quiero crear, para que sean éstas el aposento
fidedigno que he ideado. Cada chispa de luz que he creado es el fiel reflejo de
mí, y sin embargo, son únicas, diferentes. Una gota de luz y una vasija, ambas
se buscan, se desean y se encuentran; juntas son capaces de realizar el sueño
de mis sueños. Son la diástole y la sístole de mi corazón, el sol que ilumina
todo mi ser, en el que vivo.
Tengo otras “tierras”–escucho,
sin percibir la procedencia–, otra arcilla para moldear, ¿cuando alcances
cierta destreza querrás ocuparte de ella? No estarás solo, irás con muchos más,
pues mi sol, vuestro sol, os acompañará. Partiréis en una noche del alma,
llegaréis al alba. Vuestras manos se mancharán. No os lavéis, dejad que el
barro entre por los poros de vuestra piel hasta que llegue a la última de
vuestras células. Ya no seréis los mismos… Este es vuestro destino, mas no el
final.
El Sol se pone tras la lejana montaña,
los últimos rayos se reflejan sobre el mar. En unas horas un nuevo amanecer…
una vez más.