Hacía tiempo que no los veía, desde el último verano y, sin embargo, les echaba de menos. Nuestras conversaciones solían ser breves, chapurreaban un poco el castellano y yo, más allá de hola y adiós en su idioma, nada. Ellos, un matrimonio de alemanes, pasaban sus últimos años de vida en la costa levantina disfrutando de un sol que les costaba ver en su tierra.
La playa solía ser nuestro lugar de encuentro. Eran madrugadores y siempre los primeros en deleitarse de un baño reparador. Para mí un poco fría a horas tempranas.
Yo prefiero caminar a la orilla del mar, dejando que el agua acaricie mis pies; contemplando la distinta tonalidad, azul, turquesa, gris… que adquiere éste en lontananza, nunca es la misma. Después sí, dejo que el agua cubra mi cuerpo, meciéndome como un bebé en la cuna. Cierro mis ojos y olvido. Olvido cuanto me aleja del silencio, sólo escucho el dócil oleaje rozando mi piel.
Hoy, cuando pensaba que su alejamiento era definitivo, temiendo lo peor -estamos de paso, como dice una vieja canción-, los vi. Sonrieron. Sonreí. Nos abrazamos.
Supe enseguida el motivo de su larga ausencia. La calvicie de ella delataba la causa. Cáncer. Los dos, como niños, trataban de explicar lo sucedido meses atrás. La dura lucha para vencer el pesimismo y la depresión; el paso por el quirófano; las sesiones de quimioterapia; las analíticas dando resultados esperanzadores… Hoy, ambos, se sentían más vivos que nunca.
Felices de poder sumergirnos, una vez más en las cálidas aguas del Mediterráneo, nos adentramos lentamente, disfrutando del instante, único en la eternidad.
Hoy aquí, mañana… “qui lo sa”.