Una larga jornada llegaba a su fin. En el horizonte ya podía contemplar el monasterio al que me dirigía. Tras él, imponentes montañas colmadas de nieve perpetua, su visión me trasladaba al pasado, cuando siendo aún joven traspasé las puertas por última vez creyendo que nunca más volvería al que fue y sigue siendo mi hogar.
Un alto en el camino hasta el alba… Junto a unas rocas, que me servían de protección ante el viento reinante, decidí pasar la noche. El Sol había desaparecido y poco quedaba para que el silencio nocturno fuera sobrecogedor, como siempre lo es aquí. Pocos caminantes se atreven a atravesar los desfiladeros que te sumergen en esta incógnita región del Himalaya, y aún menos saben de la existencia del monasterio. Éste nunca ha acogido a peregrinos y pocos han sido los monjes que han traspasado sus puertas; no es un centro de aprendizaje al uso, sino más bien el corazón, el alma, de un entramado que se extiende por los confines del mundo de un modo que pasa desapercibido a los ojos humanos.
Abrí los ojos ante un nuevo amanecer. Buitres revoloteaban en un cielo raso oteando el terreno, esperando que algún animal moribundo les sirviera de festín…, son pacientes. Tras un frugal desayuno emprendí la marcha. Aunque es primavera, el frío calaba los huesos y caminar es un buen modo de calentar el cuerpo. El corazón palpitaba con intensidad. Hacía tiempo que no sentía en mi ser esta agitación. Aceleré el paso, pues quería llegar antes del atardecer, aún quedaba un escollo por salvar y pretendí solventarlo con la luz del día. Llegué, tras horas de marcha, ante una bifurcación que a cualquiera confunde. Por un lado, una ladera escarpada y al fondo un valle que incita a recorrerlo, llevándote nuevamente a la civilización; por otro un muro de piedra infranqueable cuya inmensidad impone. ¿Quién se atrevería en su sano juicio a escalarlo? Nadie… salvo unos pocos locos o quienes saben qué se esconde detrás… Sólo un pálpito hace que uno se arriesgue a intentarlo. Lo hice hace ya tantos años que casi no recuerdo que casi me cuesta la vida y, sin embargo, fue la mejor decisión que tomé. ¿Locuras de juventud? Quizás algo más…
Ahora mi cuerpo ya no es el mismo, está enjuto, gastado por los años… Parado frente a la pared tomé aliento. Miré hacia arriba, parecía un guardián receloso ante cualquier forastero. Me senté, mi respiración jadeante poco a poco fue calmándose. Cerré los ojos y esperé…
La barrera dejó de existir. Ante mí, dos pilares sostenían un portón con dos hojas colosales policromadas con distintas tonalidades de ocre amarillo, anaranjado y rojizo. Se abrieron de par en par, con un chasquido que helaba la sangre. Nada podía ver excepto la oscuridad. Me incorporé lentamente, como quien se encuentra ante un lugar sagrado, no por reverenciarlo, sino por la pequeñez que mi alma sentía ante lo que escondía. Con paso decidido me adentré, las puertas se cerraron tras de mí. Nada podía contemplar y aun así seguí caminando en línea recta entre tinieblas. Es como adentrarse en las profundidades del alma, en los rincones donde lo inconfesable se manifiesta y… ¡vaya si lo hace!
Paré. Volví a percibir cuanto aconteció en mi larga existencia como si estuviera ocurriendo ahora mismo. Esta vez, fue diferente: me sentí como un observador impávido. No, no me dejé arrastrar por las emociones, ni las de otros ni las mías. Comprendí que los hechos no son relevantes, ya que éstos son humo que el viento lleva lejos hasta desaparecer; queda la sabiduría que la experiencia lleva implícita si somos capaces de captarla, o seguir sumidos en la ignorancia de uno mismo hasta una próxima ocasión.
La luz fue haciéndose dueña del lugar, si es que puede llamarse de este modo al espacio donde me encontraba. Pudiera parecer fruto de la mejor novela fantasiosa -el alma sabe-, mas no lo es. Mi cuerpo dejé de sentirlo, aunque no es el término más adecuado, ya que “mi cuerpo” en este momento de eternidad es todo cuanto haya podido existir, existe o existirá. Duró un segundo tal estado, para nuevamente “recuperar” la forma con la que me identificaba, o eso creía… Toqué con mis manos mi rostro, mis piernas y, aquí estaban.
Un patio empedrado ante mí me acercaba a una edificación modesta, hecha de madera y piedras, artesanalmente encajadas. Entré en su interior, parecía que todos sus habitantes habían desaparecido, o quizás estaban afanados en otras labores lejos de aquí. De pronto, escuché mi nombre, era una voz lejana que me hizo sonreír. Giré la cabeza y ahí estaba él, mi viejo maestro. Se aproximaba dando grandes zancadas. Estaba contento de verme… Nos abrazamos como sólo lo hacen los amigos de verdad, los hermanos del alma. Una lágrima caía de mi mejilla, de pura alegría. Respiré profundamente queriendo eternizar el tiempo.
Estaba igual que entonces. No sé cómo lo conseguía, o tal vez sí…
‒Voy a preparar un poco de té, ‒me dijo.
‒Gracias, aún tengo helado el cuerpo, ‒sonriendo le contesté.
Un destello de luz atrajo mi atención. Me acerqué. Era un espejo y, cual fue mi sorpresa al verme reflejado en él. ¡Mi rostro no era el mismo y, aun así, me reconocía!
Llegó él con dos tazas. Me invitó a sentarme.
‒¿Te pasa algo? ‒me dijo.
Me costó pronunciar palabra. Tomé un poco de té y le contesté con una pregunta:
‒¿Qué me ha pasado, lo sabes?
‒¡Claro! Eres tú, el que siempre has sido, eres y serás. Tienes una apariencia, pues estamos en el universo de las formas. ¿Por qué ésta y no otra?, me dirás. Pues porque es con la que te sientes más identificado, aunque se remonta a un tiempo remoto es la que vas construyendo día a día, existencia tras existencia. Recuerda que todo es cambio y en éste permanecemos inalterables.
‒¡Claro! Eres tú, el que siempre has sido, eres y serás. Tienes una apariencia, pues estamos en el universo de las formas. ¿Por qué ésta y no otra?, me dirás. Pues porque es con la que te sientes más identificado, aunque se remonta a un tiempo remoto es la que vas construyendo día a día, existencia tras existencia. Recuerda que todo es cambio y en éste permanecemos inalterables.
Me guiñó un ojo y siguió tomando el té en silencio. Yo hice lo mismo.
‒Ahora descansa. Ha sido un largo día, mañana verás a los demás monjes. Saben de tu llegada y están deseando verte. Hay mucho que hacer… ‒me aseveró.
Sí, mucho, me dije en silencio.