Decidí unos días de soledad, la montaña de mi infancia me esperaba. Cargué mi macuto a la espalda con lo imprescindible.
El tren blanquiazul, tras muchas paradas, me dejó en mi estación de destino.
¿Cuál camino tomar? No importaba, sólo sabía que debíamos de dirigirnos a la cumbre… mi soledad y yo, viejos compañeros que nos llevamos bien. La verdad es que nunca nos sentimos solos, en los peores momentos siempre estamos para ayudarnos en lo que haga falta.
Tomé la ruta de la izquierda, unas casas de piedra daban paso a un camino entre zarzas y moreras, delicia del campo que no desaproveché.
Comienzo a subir la pendiente saliendo del camino trazado. El olor de las jaras y pinos perfumaba el aire, la paz llegaba a mis pulmones y la repartí a cada célula de mi cuerpo; la alegría me hacía dar pasos más grandes y decididos.
Canturreaba alguna melodía escuchada en algún tiempo atrás.
Los mirlos me silbaban: “¡Qué tal montañero!” Les devolvía el saludo con un silbido, cada uno seguíamos en nuestros pensamientos.
No había prisa por llegar a ninguna parte, en realidad no iba a ninguna parte, la cumbre era solo un pretexto para engañar a mi cerebro para que no me dejara tirado de cansancio, unas chocolatinas y algunas almendras le servían. La belleza estaba en caminar, en la sensación de sentirme arropado por la naturaleza, percibir todo lo que me rodeaba como una extensión de mí mismo, y yo como su propia prolongación. En mi diálogo con la soledad no dejábamos títeres con cabeza y al final siempre acabábamos hablando de lo mismo: ¿a quién se le ocurrió la brillante idea de la Vida?
Unas horas de caminata nos llevaron a la cumbre de la montaña. Majestuosa la vista, por un lado inmensas montañas aún más altas y, por otro, una puesta de Sol de las que quitan el hipo.
Mi soledad y yo nos sentamos a contemplar el espectáculo sobre una inmensa roca de granito. Le dije: “Qué, esto no se ve todos los días”. Me sonrió con su complicidad acostumbrada y siguió contemplando los rayos de luz entre las nubes perdiéndose en el horizonte.
Unas vacas rumiaban apaciblemente ajenas a mi presencia, sabidas de que no había ningún peligro.
Seguí canturreando feliz. Mi soledad le daba el silencio necesario para que fuera armónico el sonido. Saqué mi pequeño libro azul, palabras de un viejo amigo que nunca quiso escribir Él, por algo sería.
Noche cerrada, los grillos parecían bastante alegres esa noche, debían sentirse un poco menos solos al tener un espectador de su concierto. Una cena sobria repartida con las hormigas del lugar y… a sentarme a admirar las estrellas. ¿Algo más que hacer? Era más que suficiente, todo un privilegio. El sueño me fue venciendo, así que le di las buenas noches a mi soledad y me sumergí en el saco de dormir, el mejor techo que se puede desear estaba pintado ante mis ojos.
Unos ligeros toques sobre el saco me arrancaron de un dulce sueño, al parecer el techo tenía gotera y me invitaba a beber las gotas de lluvia que se colaban por ella. No tenía más refugio que a mí mismo, así que cambié la postura de tumbado por la de ”tienda de campaña”, o sea, sentado estilo monje budista. Un viejo plástico, que siempre me acompañaba nos cubrió, a mi soledad y a mí. Y así pasamos lo que quedó de noche sentados sobre una roca, sintiéndonos Uno con todo lo que nos rodeaba: las hormigas, los grillos, los pájaros, las vacas, las rocas, la vegetación…
Todos, empapados de la Vida, amanecimos dando gracias por ver salir el Sol un día más.
Mi soledad y yo continuamos nuestra marcha, como siempre… Nunca solos.