EN SILENCIO


En silencio pleno.
Siento,
permanezco,
vivo,
suspiro,
me alejo.
Más en mí, no me encuentro.

Buscando,
siendo,
sufriendo,
gozando.
Más  en ti,
me hallo.

Ascendiendo,
llegando,
permaneciendo,
desapareciendo.
Más en ti, estando.

Saltando,
gritando,
corriendo,
cayendo,
levantando.
Más en ti, alegrando.

En silencio pleno,
de tu vacío me lleno.

Fuente manando,
eternamente estando.
Más en ti, amando, amado.
Más en mí, amada, amando.




HIERBA MOJADA



Hay veces en la vida en que nos encontramos desnudos. Desnudos de recuerdos, proyectos… solos ante un instante que oculta cuando sabíamos o creíamos saber; los pilares se han hundido en arenas movedizas y aun así creemos estar vivos… Sentimos cómo palpita el corazón agitadamente intentando recobrar la calma que parece tan lejana y únicamente hace un instante estaba aquí. ¿Qué hacer, qué pensar, cuando te comunican que el final no es una posibilidad sino una certeza? En algún momento hemos podido desear acabar con todo, liberarnos de momentos de intensa angustia que parecen eternos… Pero, ¿y si nuestros deseos son escuchados y ponemos sin saberlo, en marcha, una maquinaria imparable?, ¿no querríamos volver atrás? Ya no se puede… Pero sí reconducir nuestro presente… Volver a amar la vida; el olor de una flor; la hierba mojada bajo nuestros pies descalzos empapándonos; mirar a quienes van de un lado a otro con prisas como si hubieran perdido algo. ¡Qué bello es vivir! Recuperar las ganas de levantarse por la mañana y escuchar ¡buenos días! acompañado de una sonrisa.
Hay noticias que parecen hundirnos y sin embargo puede que lleguen para que volvamos a sentir la vida y empaparnos de ella.
Mañana llegará, mas es ahora cuando todo puede cambiar y, quizás, la máquina se atasque por un tiempo más y, hoy, llegue a ser un gran día.



CALMA


Vientos cruzados creando tornados que arrasan cuanto encuentran a su paso.
El barco, pequeño, ante la inmensidad de las aguas, asciende y desciende al ritmo que marcan las olas. No hay capitán, sólo marineros acostumbrados a la mar, cada uno sabe qué hacer para a buen puerto llegar, y un pasajero asustado ante un funesto porvenir. ¡Ay, cuanto temor irracional! ¡Confía! Las voces no le dejan de manifestar. No importa lo que ves, sino lo que aún no distingues y sin embargo ya está, únicamente esperando que tus ojos, tu mente, nublados, puedan captar.

Calma, calma, en medio de la tempestad. Queda poco, sólo un poco más.



PURA ENERGÍA



¿Qué es pura energía?
Reflexiono sobre ello y "veo" que desde un lugar cualquiera del espacio observo cuanto me rodea: formas que se mueven, que vienen y van, como el sonido acorde de una sinfonía sin principio ni fin viajando de un lado a otro. Creo no tener forma porque soy Todo cuanto miro, pero me centro en un punto y soy lo que la "pura energía" está creando en ese instante: Tú.


LA LUZ Y LA CAVERNA



El maestro dialogaba con uno de sus discípulos que antaño ansiaba alcanzar la iluminación.
–Busca la luz y la luz te encontrará –le repetía una y otra vez–. Si deseas la iluminación vuelve a la caverna de donde saliste, habla a tus congéneres de la nueva percepción que has adquirido: la vista.
–Maestro, si mis ojos ya veían antes.
–¿Veías o creías ver? Tus ojos se acostumbraron a la oscuridad, aun así no eras capaz de percibir otros matices, faltaba luz. Tu vida era gris al igual que la de los demás. Ahora has visto colores que ni imaginabas en tus mejores sueños. Has visto una estrella brillar donde
nunca la buscaste, siempre mirando fuera lo que ya tenías dentro. Es ese sol el que en verdad ilumina la noche más oscura del alma, en la que estabas acompañado de… la soledad. Sólo contigo mismo, a oscuras, cansado de ver pasar ante ti toda una vida, todos los pensamientos, deseos, turbaciones… que nada han podido hacer por sacarte de tu aislamiento. Hastiado, has dejado a tu mente a un lado, la has serenado, silenciado. Y ahora, ¿nada, vacío? Has conseguido apartar tu mente pensante de ti, y sin embargo, ahí estabas ¡vivo! Cuando crees morir, dejas tu cuerpo, tu “pequeña” mente, pero tú ¡sigues! Ves tu antigua vestimenta deslucida y… ¿piensas? No tienes cerebro donde alojar los pensamientos y ¡ahí estás! Luz, ¡eres Luz! Vibras en una frecuencia que no imaginabas que existía…, como no imaginabas en la caverna que existían los colores. La Luz que ahora ya sabes que eres puede adoptar cualquier apariencia, vibrar en cualquier frecuencia. Puedes volver a la caverna y hablarles de la Luz que nunca deja de existir y que se transforma según la cualidad de tu ser. Puedes vivir largo tiempo en un infierno mental o, por otro lado, estar en el nirvana, de ti depende, de los límites que te creas.
–Ahora, Maestro, siento lo que nunca antes sentí: compasión.
–Es tu alma quien ve ahora. La caverna o el más excelso cielo que te acoja, ningún lugar te será extraño pues has sabido que la Luz lo es todo, incluso la oscuridad…, incluso tú. ¡Ah! Y no me llames Maestro, somos simplemente luz en la Luz. Ahora vuelve en tu cuerpo de Luz junto a quienes amas.




LA MONTAÑA



Cuanto más ascendía por la montaña, más tenía la sensación de ir hacia el interior, pero de qué. Miraba el imponente paisaje, montañas cuyas cumbres lucían nevadas, impolutas. ¿Quién podría sobrevivir en estas tierras?
Hacía largo tiempo que había iniciado este viaje, pero nada sale como uno desea, quizás algo en mí me guiaba, y yo, ya sin objetar nada, me dejaba llevar.
Cuando niño, uno imagina una vida de adulto donde todo está en orden, siguiendo las estelas dejadas por los antepasados, dando sólo un paso más en la supervivencia de la especie humana. Quizás no haya grandes pretensiones, salvo algún sueño que uno siente que nunca se hará realidad, un destino anodino. Pero en lo más profundo de mi ser algo se revela y se niega a aceptar tal existencia…
Casi sin darme cuenta me vi envuelto en una espiral de situaciones que derrumbaron mi estatus mental. Acontecimientos, que sin pretenderlos, me “hablaban” de otra realidad que convivía con ésta. No ha sido obra de un día ni dos, sino de años, décadas… Un hecho inexplicado llevaba, no a otro, sino a un “acoso y derribo” y cuando todo parecía volver a la estabilidad, vuelta a empezar. Ocurrían en días y fases lunares concretas, queriendo decir que hay una inteligencia tras ellos, que la casualidad nada tiene que ver en todo esto. Me negaba una y otra vez a encajarlo, de nada me servía.
De este modo emprendí un viaje precedido de un extraño sueño, en que mi muerte parecía ser  el eje central, me equivoqué…
Me llevó a rincones del planeta, que más bien eran mis propios “rincones”. Pude ver cara a cara toda la podredumbre que se escondía agazapada, esperando el momento propicio para ver la luz y apoderarse de ella. ¡La luz! ¡Qué palabra…! La luz que parecía guiarme se apagaba, de tal modo que durante un tiempo sólo percibía sombras, las mías. No me dejaban vivir en paz…, el mundo se había convertido en mi enemigo y luché contra él. Y éste me tragó.
Era necesario emprender este peregrinaje a la fuente pasando por las cloacas. Me resistía a vivir una agonía perpetua y saqué fuerzas de mi flaqueza. Supe el valor de la voluntad, había vivido demasiado tiempo sin conocerlo, guiado por fuerzas ajenas a mí, por la inercia de una civilización que vive su propia tribulación, que también era la mía.
Cuando toqué fondo, en la noche más oscura, en que mis propios demonios se presentaron cara a cara, antes ocultos tras una apariencia angelical, supe que iba a morir. Mi muerte fue sólo el comienzo. Un chasquido, un fogonazo de luz, hizo que todo cambiara… Un acto de voluntad… ¡la mía!, determinó el giro inesperado. Y las sombras desaparecieron como si nunca hubieran estado. Mi inconsciencia, mi existencia dormida estaba despertando a otra realidad y ésta estaba aquí, donde siempre estuvo.
Así es como me encontré ascendiendo a la cumbre de mi montaña interior.
Y en este paisaje, aparentemente inerte, supe que estaba y está lleno de vida. Esperas que la experiencia de la ascensión sea tan personal que en ella no haya nadie, quizás por la fuerza de la costumbre, de la “vieja costumbre”, pero no fue así. Ni siquiera iba sólo, pues otras y otros peregrinos estaban, un tiempo, como yo, caminando por estrechas sendas, y cuando éstas desaparecían, escalando con las propias manos, siempre con la mirada puesta, no en la cumbre, sino compartiendo con quienes estaban al lado, viviendo su propio ascenso, su metamorfosis. Ya no importaba el destino, el trayecto en la montaña se había transformado en el propio fin. De este modo experimenté en mí el renacimiento, me convertí en la misma montaña, me fusioné con ella y comprendí que estaba formada y habitada por quienes emprendieron su propio peregrinaje a la fuente tiempo atrás.
La Luz ilumina el interior de la montaña, fuera, en su cumbre, la nieve perpetua refleja los rayos del sol como un faro que nos guía en la noche oscura del alma. Tras ésta, hay un amanecer colmado de vida, la muerte ha quedado atrás.







EL ERMITAÑO


Después de una larga caminata llegó Bernardo a la cueva donde se encontraba el ermitaño. Llevaba consigo el alimento que éste necesitaba para dos semanas. Nadie más se acercaba allí, apartado de cualquier camino. Muy pocos conocían el acceso a este recóndito lugar, sólo los monjes del monasterio al que pertenecía sabían de su existencia.

 Desde la entrada se divisaba el valle. El Sol lucía en su cenit y el calor era agobiante. Gracias a los árboles que casi ocultaban el acceso se hacía soportable. Las rocas reflejaban el calor como si de fuego se tratase.


 El ermitaño se encontraba al fondo de la cueva, no era muy grande. La luz que entraba dibujaba la silueta del monje y dejaba intuir sus rasgos. Su calvicie y su larga barba le daban un aire de solemnidad. Vestía, si se puede decir así, un hábito pardo con  agujeros que debían de acompañarle durante ya largos años. Era de pequeña estatura. Sus ojos, redondos, permanecían casi ocultos tras la profunda oquedad en que se alojaban. Una leve sonrisa  dibujó al ver al joven monje.

–¿Cómo está, maestro? –preguntó Bernardo.

–Bien, –contestó el ermitaño–. Y no me llames maestro, soy como tú, un simple monje.

Aunque ambos eran parcos en palabras, se estableció un diálogo entre ellos. Al principio, Bernardo, le puso al día de la situación de la comunidad, sobre todo de las penurias económicas por las que atravesaba ésta, dado que sólo vivían de su esfuerzo y el campo últimamente no era muy generoso con ellos. Gracias al voto de pobreza que profesaban llevaban sin dificultad dicha situación.

 Bernardo le preguntó al ermitaño el porqué de su retiro, que ya le parecía muy prolongado en el tiempo, pues se encontraba en este lugar después de la última guerra que asoló el país, hacía ya quince años.

«Permanezco –le dijo el anciano–, en este lugar porque quería comprender el porqué del sufrimiento. Viví desde muy joven los golpes de la vida en mi cuerpo y en mi alma. Vi a mi familia destrozada por la codicia, la avaricia y la ambición; los malos tratos psíquicos que día a día vivía junto a mis hermanos y hermanas determinaron nuestro futuro, de estampida se podría calificar la salida de aquel infierno. Cada uno se salvó como pudo, las relaciones eran cada vez más esporádicas, quizás porque  nuestro subconsciente no quería despertar aquellos recuerdos que nos marcaron para siempre.

»Busqué infructuosamente respuestas satisfactorias. Nadie sabía responderme a una pregunta tan sencilla: ¿cuál es la causa de tanto sufrimiento? Hablé con filósofos, eruditos, líderes religiosos, pero ninguno supo responderme, se perdían en laberintos intelectuales sin salida. Y mirándoles a los ojos comprendí que no tenían una respuesta, la felicidad no estaba entre sus cualidades.

»Dialogué con obreros, estudiantes, madres, padres..., pero ellos estaban aún más sumidos en el sufrimiento.

»Así que, decidí retirarme. Mi búsqueda de la verdad me llevó un día al monasterio. No buscaba un lugar para esconderme, sino el recogimiento necesario para obtener una respuesta y así se lo propuse al abad del monasterio, él comprendió mi necesidad.

»Al principio me ocupaba de mantener limpio el monasterio. Todo el día con la escoba a cuestas y en la noche, en la soledad de mi celda, le pedía a Dios que me iluminara y lograra respuesta.

 »Un día me ofreció el abad la posibilidad de ir a una cueva por un corto periodo de tiempo. Y el tiempo se fue alargando… Yo le pedía seguir aquí y él accedió.»


Después de un largo silencio, Bernardo volvió a preguntarle:

–¿Encontraste la respuesta?

–¡Sí! –dijo el ermitaño, categórico.


Continuó:

«En la soledad y el silencio, en el frio y el calor, en el paso de las estaciones, en el canto de las aves, en el lento transcurrir de los días y las largas horas de la noche, en el contacto directo con la naturaleza… he ido apaciguando mi alma y mi cuerpo. Al principio mis deseos me perseguían con pesadillas, luchaba contra ellos y ese era mi error. Aprendí a no enfrentarme a ellos sino a verlos como un espectador va al teatro, transcurre la obra y después te vas, ahí se quedan. No son tuyos, no te pertenecen. Aprendes de lo visto y experimentado, eso es lo que queda y nada más.

»Aprendí el valor de lo que de verdad importa para subsistir. Supe que los deseos nos esclavizan o nos liberan, que todo dependía del enfoque que les dábamos y dónde nos situábamos nosotros ante el deseo. El deseo hace que desarrollemos la inteligencia pero para obtenerlo podemos poner en peligro la relación con aquello que nos rodea, el daño que podemos causar puede ser irreparable.

»El deseo y la inteligencia, dos instrumentos a nuestra disposición para progresar, pero no para ser sus esclavos. Dejarnos llevar por el deseo sin freno, nos convierte en seres neuróticos, sin control; cuando no son satisfechos hace que nos sintamos vacíos, sin vida, enfermos. Y morimos de insatisfacción. Y renacemos nuevamente, entrando en la rueda del deseo. El deseo nos ennoblece o nos envilece.

»El deseo más noble nos eleva como seres humanos y es aquel en que el otro está por delante de uno y en uno. Deja de ser un deseo para convertirse en una forma de vida. Ya no deseo nada para mí. He canalizado mis deseos y los he transformado en compasión, no en el sentido vulgar de apiadarme, sino de sentir con el otro, ser uno solo.

»Mi conciencia ya no me pertenece a mí sólo, sino que abarca a todo cuanto me rodea. Me importa lo que le ocurre a cualquier ser existente.»


 Bernardo estaba entusiasmado, pero una duda le asaltaba la mente: ¿cómo es posible amar al mundo viviendo en soledad? Y así se lo transmitió al ermitaño.

Él le miró y sonriendo, añadió:

«Al trascender mi ego, también trascendí mi cuerpo, estos ya no me limitaban. Mi conciencia se expandía cada vez más. Quiero decirte que los árboles y yo éramos uno, también los pájaros que cerca anidaban. Poco a poco fui abarcando más: el día, la noche, el espacio, no eran un obstáculo para mí. En la quietud y el silencio viajaba a través de mi cuerpo, que ya no era sólo este que ves, se expandía a toda la tierra; todo lo que en ella se encontraba era yo. Y me conocí. Y me hablaba en la noche, en la calle, en la oficina, en el colegio; oía los susurros del mundo que eran los míos; les aconsejaba… me aconsejaba; les ayudaba a percibir con claridad los  diferentes caminos a tomar, a distinguir el de su pequeño ego y el de todo su ser, mi ser.»


No tenía Bernardo palabras, su alma se llenaba de gozo ante la sabiduría que ante él tenía.


El ermitaño volvió a tomar la palabra:

–Ya es hora que deje este retiro, he de encontrarme con otros hermanos que he conocido hace poco tiempo.


–¿Bajas al monasterio? –preguntó Bernardo.


–No, estos hermanos están muy lejos, o demasiado cerca según lo enfoques. Hay mucho que hacer aún por ésta, tu Tierra, mi Tierra.


El cuerpo del ermitaño comenzó a iluminarse, parecía una explosión de colores y después un blanco intenso absorbió todos los colores. La luz se fue haciendo más tenue hasta que desapareció… y el ermitaño con ella.

 Bernardo quedó petrificado. En su mente escuchó: “No te equivoques, no estoy muerto y recuerda siempre: el amor es quien nos salvará de nosotros mismos. Hasta siempre, Bernardo”.

En silencio, comenzó a desandar el camino hacia el monasterio.



Dedicado a l@s inquiet@s




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