Un día me encontré frente a una puerta custodiada por un ser al que no conocía, o eso creía.
Resulta que éramos “viejos amigos”, él sabía todo de mí y yo nada de él. Creció conmigo acompañándome desde mi primer hálito de Vida ‒sí con mayúsculas, pues me refiero a la que comenzó fruto del amor de unos seres de los que apenas tenemos una mínima conciencia de su existencia‒, y dio lugar a un encadenamiento de encarnaciones donde ambos experimentamos el contacto con la materia densa. Él siempre en la sombra, realizando su labor en silencio, no por ello menos importante que la mía, siendo yo quien daba la cara siempre en cualquier acontecimiento y llevándome tanto los halagos como las reprimendas oportunas. Tanto en la sima, como en la cima de la vida no se despegaba de mí. ¡Y yo sin saberlo! Ahora caigo en la cuenta de ciertos pensamientos que “escuchaba” cuando no estaba ocupado en asuntos mundanos; unas veces me impelían a tomar el camino de la derecha y en otras el de la izquierda, o el “fácil” tanto como el “difícil”, lo que ocasionaba cierta confusión en mí, ya que de seguir el consejo de “la voz silenciosa” iría, en muchas ocasiones, casi con seguridad directo a la hecatombe. Era dejarme llevar por algo considerado ajeno a mí, confiando, sin más apoyo, en el absurdo de lo irracional.
Durante tiempo lo he llamado “la voz”, sin tener el menor atisbo de qué se encontraba tras esta denominación. He oído hablar sobre ángeles y demonios desde la infancia, incluso rezaba a mi modo para que no me ocurriera nada desagradable cuando no estaba al cobijo de mis padres, llamando a los primeros para que me protegieran de los segundos. Según fui creciendo quedó en el pasado tal actitud que consideraba “infantil”.
Mi personalidad se fue consolidando y me sentía fuerte ante las embestidas de la vida. Era yo quien tomaba las decisiones sin ningún tipo de injerencia externa, cuando en realidad ‒esto lo supe después‒ siempre estuve acompañado. En momentos en que me encontraba abatido, por algún motivo, era él quien me consolaba de un modo que, evidentemente, no achacaría a nada extraordinario, ya que él se esforzaba para que alguien se acercara con la palabra justa para sacarme de tal estado; también era él quien me inducía a “errar”, tentándome a tener una actitud egoísta, claro que la última palabra siempre era la mía.
Todo formaba parte de un “juego” en el que él era el artífice de ambos papeles aparentemente antagónicos con un objetivo muy definido: provocar en mí una pronta revolución ante la senda lenta de la evolución. Y resulta que era yo quien había dicho “sí” a este reto. ¡Ahora entiendo el cúmulo de sinsabores a los que he tenido que enfrentarme durante esta encarnación! No eran fruto del azar ni de ningún karma negativo. No, ahora comprendo que la negatividad no tiene una entidad real, que tras el caos, el miedo, el sufrimiento, no se encuentra ningún dios iracundo deseoso de saciar su apetito, sino que es la consecuencia de la resistencia a crecer, a madurar, a revolucionar, del ser que somos.
Y es así como un día alguien pronunció mi nombre. No, no ocurrió en este plano de la realidad, pero no por ello fue menos real. Como tampoco fueron irreales los acontecimientos que lo precedieron…
Sin saber cómo me encontré con sucesos que escapaban a la lógica más racional. Alguien había pretendido que cayera en una trampa bien urdida ya que tenía información que sólo yo disponía. ¿Cómo iba a saberlo él? La manipulación de la materia era para éste un juego de niños, así como influenciar sobre ciertas mentes. Todo fue preparado para que cayera en la “tentación”. Actuaba tanto de protector ‒esto lo supe más tarde‒ como de agresor. En una ocasión fui calumniado injustamente en un blog, me confundieron con otra persona que había vertido comentarios ofensivos bajo un seudónimo, pensaron que era yo quien estaba detrás. Al día siguiente de la acusación pública, los comentarios de este blog que me calumniaban aparecieron como una “sopa de letras”, totalmente ininteligibles. Publicaba en aquel tiempo un blog, algunas entradas fueron alteradas en su orden, teniendo en su nueva disposición una razón de la que no tuve antes conciencia. Cuando acabé de escribir la última, salí a dar un paseo, quedando mi ordenador apagado. A la vuelta lo abrí y vi con sorpresa la modificación, pensé que era un fallo general, pero no. Solamente fueron esas entradas, escritas en distintos días. En un principio este era su orden por título ‒explícito de su contenido‒: ”La blanca paloma”, ”La oración en el huerto”, “Háblame”, “Resurrección”. La entrada de “La blanca paloma” pasó a ocupar el último puesto, tras “Resurrección”. Curiosamente este sería el puesto lógico ya que el episodio de "La blanca paloma" ocurrió cuarenta días tras la muerte y resurrección de Jesús de Nazaret.
Una persona fue informada, a más de diez mil kilómetros de donde resido, sobre ciertas vivencias que desconocía de mí. ¿Por quién? ¿Quién se lo susurró al oído? Nadie lo sabía. Algo que no era de este mundo andaba por medio. Me confundió. Su intención no era, lo supe después, todo lo bondadosa que parecía. Y, como siempre, era yo quien tenía la última palabra, la “tentación” era atractiva. Me encontré ante la disyuntiva de elegir entre dos caminos, tras una larga travesía por el desierto. La decisión correcta, ¿cuál sería? Marcaría un antes y un después en mi vida. Opté por el olvido de mis deseos más sublimes. Lo consideré un fracaso, pero estaba dispuesto a acatarlo, quizás en un futuro volvería a tener otra oportunidad…
Sin saberlo, había tomado la decisión correcta. La “prueba” había sido culminada con éxito.
En el interior de la Tierra, en una sala inmensa… La voz que me llamó correspondía a un ser que, vestido con un traje negro, impoluto, salía de un portón tiznado, consecuencia de antiguas llamaradas procedentes del otro lado. Alrededor mío se encontraban algunas personas conocidas y otras no. Aunque me hice el remolón, acabé yendo hacia él. Me di cuenta que yo estaba vestido con pantalón negro y camisa blanca, al igual que quien se encontraba a mi lado; otros vestían completamente de negro; algunos, su apariencia era occidental, como la mía, y otros, oriental. Tras pasar el umbral ‒de esto tomé conciencia mucho más tarde, pues permanecía bloqueado‒ me encontré con un repaso de mi Vida. Es así como estuve al corriente de la realidad y función de lo que en mi infancia llamaba “ángeles y demonios”, de quien me acompañaba y susurraba en silencio, quien ponía tanto los obstáculos como los puentes en mi vida, pues correspondía a la “otra polaridad” de mi ser: él, el que me llamó. Frente a mí contemplé a “ese ser”, era también “yo”, y ambos nos hicimos uno, lo que siempre fuimos. Y ahora, ya siendo uno solo, di un paso adelante hacia un fuego consumidor con el que me fundí.
Al salir, tras la noche oscura del alma, la Luna llena iluminaba el paisaje.
A. Stéphanos