No, no fue un sueño, cuando
vi cómo te alejabas. Anduvimos juntos desde la infancia como dos hermanos. No
sé si fue el destino prefijado por nosotros mismos o el azar lo que hizo que
nuestros padres acabaran viviendo próximos unos de otros. Lo cierto es que
compartimos los mismos juegos; asistimos a la misma clase en el colegio del
barrio; reímos y lloramos juntos descubriendo un mundo que nos abría sus
puertas, nos integramos en la pandilla de amigos como si fuéramos uno solo,
incluso nos llamaban “los gemelos”. Fui tu confidente en muchas ocasiones, así como Clara, la chica que te
gustaba y con la que deseabas en unos pocos años formar una familia. Soñabas
despierto un futuro ideal… Todo era idílico hasta que se cruzó en tu vida aquel ser inmundo. No
sabíamos la causa de la inquina, ya que era nuevo en el barrio y un completo
desconocido para todos. Le recibimos con los brazos abiertos en la pandilla,
pero, desde el primer día, mostró señales inequívocas de rechazo hacia ti.
Percibió el aprecio un tanto especial que todos te teníamos y, al parecer, no
podía soportar no ser él el centro.
Aquella noche, llegabas a tu
casa, cansado de una larga jornada de trabajo. Era tu primer día en la fábrica
de coches y te sentías dichoso ya que tus sueños se estaban fraguando. Bajaste,
tras una frugal cena, al parque donde solíamos encontrarnos la pandilla. No
llegaste a encontrarnos. El destino tenía otros planes. Al cruzar la calle,
donde las farolas apagadas eran habituales, alguien decidió que tu felicidad se
quebrara. Sin tiempo de respuesta recibiste tal paliza que diste con los huesos
en el hospital. Recuerdo cuando fui a verte, quedé horrorizado y tragué saliva,
apreté los dientes y una ira como nunca tuve recorrió mi ser. ¿Cómo un ser
humano es capaz de semejante acto? ¿Qué hay en su mente? ¿En su alma? –Me
preguntaba con lágrimas en los ojos‒. No podías verme, ni escucharme. Tu cuerpo
estaba inerte, casi sin vida, atado a este mundo por una máquina que respiraba
por ti.
Pasaron los días, los meses,
y mi “gemelo” seguía esforzándose por vivir en una habitación de la séptima
planta. Los médicos no daban esperanzas de su recuperación, ni siquiera sabían
si en caso de salir del coma podría articular palabra, pensar, sonreír. Clara
no faltaba un solo día. Tomaba su mano fundiéndola con la suya y, callada, me
miraba. Yo les miraba sintiendo lo que sus almas sentían.
Puede que sus cuerpos no
pudieran expresarse abiertamente, pero ellos no estaban en este mundo, vivían
en uno donde vislumbraban otra vida, una donde ambos recibieron la bendición
del cielo el día que se casaron. En el que, ya ingeniero, desarrolló un
vehículo alimentado con energía solar, desde niño lo estuvo concibiendo. Ya dos
hijos alegraban los días de los enamorados. A ambos les encantaban los
atardeceres violáceos…
Clara salía del hospital
pletórica, colmada de felicidad. Yo estaba admirado de su entereza en las
circunstancias por las que estaba pasando. Ella, me contaba, cómo “hablaba” con
él y le trasmitía sus vivencias en otra realidad.
Una mañana, bien temprano,
recibí una llamada de teléfono que me sobresaltó. Una sensación desagradable
recorrió todo mi cuerpo, de la cabeza a los pies. Clara estaba al otro lado,
sollozando y, de un modo casi ininteligible me comunicó que él estaba a punto
de abandonar este mundo. No supe, ni pude decir nada. Salí corriendo hacia el
hospital intentando no llegar demasiado tarde. No quería que se fuera sin estar
a su lado. Como una visión recorrí todos los momentos de nuestras vidas en común.
Él es el hermano que nunca tuve y… ¡estaba alejándose para no volver! No podía
soportarlo y rompí a llorar cuando salía del ascensor rumbo a su lecho. Como
pude enjugué mis lágrimas. Clara estaba sentada, apretada a él. Los rodeé con
mis brazos y, ocurrió algo inesperado: mi “gemelo” abrió los ojos, nos miró y
sonrió. Dos lágrimas brotaban de éstos. No sé cómo, pero supe que estaba feliz
en ese instante, que se sentía dichoso del amor que profesábamos por él. Cerró
los ojos. Miré a Clara y, para mi sorpresa, estaba inerte. ¡Ambos lo estaban!
¡No! Grité. Estiré mi mano alcanzando el timbre de alarma. Estaba abatido…
¡Quería morir!
Días más tarde, tras el
lance, decidí alejarme del barrio que me vio crecer para siempre. Emprendí
rumbo a lo desconocido intentando comprender por qué. Soñaba con ellos: los
tres corríamos alegres por una campiña, al fondo unas majestuosas montañas
colmadas de nieves eternas parecían decirnos, ¡bienvenidos al hogar!
No sé cómo, pero sé que
ellos están juntos y que los tres compartimos una realidad donde el tiempo y la
distancia, donde la muerte, no son más que una ilusión.
Os amo, Clara y Bernardo.