Muerte, desde mi infancia contemplé tu silueta caminar a mi lado, como una sombra.
Incluso tuvimos alguna que otra charla animada, aunque eres parca en palabras me confesaste alguno de tus secretos insondables.
Aún sientes rubor al recordarlo. Fue un atardecer de otoño, yo te pregunté si eras real o fruto de mi fantasía. Me miraste con enojo. Te situaste frente a mí y sin más preámbulo en un instante estabas dentro de mí. Todo se borró: los árboles, los edificios..., las gentes. El parque dejó de existir, incluso yo temía desaparecer. Intentaba con mis manos tocar mi rostro sin conseguirlo... porque no las tenía. Sentí pánico. ¿Estoy vivo? Al menos pensaba.
Entonces tras un silencio sepulcral pude atisbar un leve sonido, un corazón palpitaba... pero no era el mío. Yo, ya no era yo, sino todo cuanto existe y estaba en su origen y, por qué no decirlo, en su destino. No sé cómo supe, mas sin conocimiento, comprendí que la muerte es una falacia pueril. Soy, aun sin existir. La noria del tiempo gira y gira sin parar; soy el eje, los radios y las infinitas góndolas en las que disfruto existir.
—Ya sabes quien soy y quien tú eres. Soy tú cuando dejas de serlo -escuché.
El parque como se fue, volvió... y todo lo demás, incluso mi vieja compañera, la muerte.