Me hablaron del Templo, mas nadie
me daba indicaciones certeras de cómo llegar. Yendo de un lado a otro visité a
los que creía “entendidos”. Llegué a convivir con algunos de ellos, esperando
aprender de sus ejemplares vidas, mas, tras escudriñar a fondo, comprobé que
distaban sus actos de lo que pregonaban con tanta vehemencia. Sus palabras embaucaban
a cuantos llegaban sedientos de conocimiento.
Yo solía quedarme sentado a
cierta distancia cuando nos comunicaban su sapiencia, queriendo tener una
visión sin contaminar por el entusiasmo. Había quienes buscaban los primeros
asientos, haciéndose notar… ¡Eh, que estoy aquí!, parecía que gritaban, aunque,
muy sumisos, ningún sonido salía de sus bocas ¡Cuántos pretendían entrar en el
Templo con algún salvoconducto que les sorteara los peligros del camino!
Los “entendidos” regalaban a nuestros oídos cuanto deseábamos escuchar. Parecía
que cada frase era la adecuada para calmar nuestra ansia. Por mi parte requería
un gran esfuerzo mental adivinar qué expresaban realmente con sus palabras.
¡Cómo iba a pensar en algún tipo de engaño! ¡Imposible! Mas, algo me decía…
¡cuidado! Fuera intuición, amargas experiencias anteriores… No sé con certeza.
Necesitaba saber cómo vivían lejos de tanto boato, cuando nadie está observándoles.
Alguno moraba rodeado de
sencillez, lejos de la vida mundana. Su aposento no gozaba más que de un
camastro que parecía sacado de los peores tiempos inquisitoriales. ¿Se flagelaría?
No pude comprobarlo, pero sí evidencié en hechos nimios cómo despreciaba su
cuerpo. La simplicidad era traicionada por cierta arrogancia.
Otros, inmersos de lleno en la
vida ajetreada de ciudad, pregonaban que había que convivir donde estaban los
problemas. Ni siquiera querían vestir, trabajar, de modo diferente, pasando así
desapercibidos… salvo cuando se “transformaban” en sus rituales. Cada cierto tiempo se reunían. Es entonces
cuando descubrí que todo era una hipocresía, se sentían especiales ante la muchedumbre del mundo exterior. “Pocos
serán los que entrarán en el Templo y sólo lo harán los que nos sigan”, –escuchaba–.
No podía creerlo. ¿Estaban endiosados, delirando?
Hastiado de pequeñas verdades y
grandes mentiras me alejé de los “entendidos”. Sus templos eran de barro, no
aguantarían un temporal… que con seguridad llegaría.
Y seguí escuchando hablar del
Templo, pero ya me parecían palabras huecas, una ficción. Me fui a vivir donde
nadie le importaba dicho vocablo. ¿Desencantado? Seguramente…
Días, meses, años, pasaron…
Me concentré en los detalles
pequeños de la vida cotidiana; en una mano tendida, una sonrisa; en los
silencios entre palabras; en el canto de los gorriones al amanecer, una flor.
Mi cuerpo, mi mente y mi alma sanaron casi sin darme cuenta. Descubrí que el Templo
no es un lugar, sino un modo de entender la vida y, sobre todo, de ser, donde tú
y yo, ahora, ya no sólo somos tú y yo, somos al mismo tiempo una entidad: nosotros…
Y, nosotros somos el Templo.