Tantos años caminando, entrando
en callejones que descubrí sin salida. Dar la vuelta atrás no es siempre de
buen agrado, sobre todo para mi ego. ¡Cuánto orgullo dejado en el camino! ¿Qué
buscaba con tanto ahínco? La razón de mi existir.
Exploré mi mente, mis emociones, mi
cuerpo… henchidos de claroscuros. Ardua tarea la de domar un “caballo salvaje”.
Considero que no vine a este mundo con la alforja vacía: guardado en el
inconsciente, estaban las directrices…, la técnica de doma. Pero no es lo mismo
verlo desde la distancia, que acercarse y atreverse a montarlo. La relación
entre él y yo no debía ser la de amo y esclavo, sino la de dos amantes, que atraídos
irremisiblemente, buscan la unión; impregnarse de las cualidades únicas que
ambos aportan para crear una nueva vida,
un ser inigualable en el Universo. Hemos llegado a comprendernos, conocernos; conflictos,
tensiones, han dejado su huella. Nos hemos perdonado mutuamente… y aprendido a
desprendernos de cuantos prejuicios teníamos el uno del otro: ni la materia es
despreciable, ni el espíritu engreído.
Ha llegado el tiempo de ver en
qué nos hemos convertido, no en centauro, ni en Pegaso, tampoco en alguien
intangible.
Un paso más en la evolución: una inexplorada
dimensión se abre como las cortinas de un teatro ante la obra a representar.
Cuando dejamos estas vidas
encadenadas, como el joven deja la universidad –tras años de esfuerzo,
sacrificio, sinsabores, temores, acompañados del descubrimiento del magno sentimiento
que podamos experimentar, el amor, que nos lleva a sentir el éxtasis, vislumbre
de lo que somos–, nos encontramos con el “recién nacido”. Ya no es “él y yo”,
ni “nosotros”, sino, simplemente, el ser, el que “ES”. La dualidad experimentada,
no era más que la madre y el padre, los amantes gestando el fruto de su amor:
su hijo. Ya no hay parto doloroso. La
muerte pierde su sentido de ser, ésta no era más que parte del proceso de crecimiento
en el seno materno, el punto de unión entre un eslabón y otro.
¿Qué hay tras la luz cegadora en
el momento del “parto”? La visión de uno mismo, no como un bebé, sino un ser sin edad, el mismo que emprendió un viaje iniciático en el tiempo y el espacio,
con una salvedad: su capacidad de amar se ha acrecentado de un modo
insospechable cuando comenzó. Y no está solo, junto a él hay otros seres que
también emprendieron el mismo viaje. Es sólo el inicio, pues ya sin muerte por
delante, sin dolor, emprenderán nuevamente un largo camino, sin callejones, por
mundos inhabitados a los que entregarse en espíritu.