Salió a caminar, solitario, hacia la montaña por la senda
que todos los días recorría. Su mirada estaba perdida, abstraída, desde que
perdió al ser más maravilloso que conoció un día ya lejano, tanto que sólo
recordaba de ella sensaciones. A veces pensaba que sólo fue un sueño, el más
dulce que jamás tuvo y que se fue de su vida.
Su pensamiento viajó:
«Ella caminaba, alejándose. Con su pelo como el fuego, mecido por la brisa.
Llevando una túnica blanca fundida con el viento, haciendo que volara más que
caminar. Así desapareció de mi vida, fundiéndose con el horizonte.»
¿Cuándo te volveré a ver? –Pensaba sin cesar.
Nunca pudo explicarse por qué desapareció, qué había pasado, ni cuándo volvería
a verla.
Siguió sumido en sus pensamientos, ascendiendo por la senda ya marcada por sus
pies a lo largo de los años.
Oía los pájaros cantar. Una ardilla parecía sonreírle desde la copa de un
ciprés, mirando curiosa cómo brillaba su longa barba ya canosa por la edad.
Llevaba su túnica azul ya algo desgastada, pero que aún conservaba con cariño.
Le daba una aureola un tanto extraña, nada acorde con los tiempos en que vivía,
parecía una leyenda viviente.
Alcanzó un claro de la montaña desde el que solía divisar el inmenso valle, en
él pasaba largas horas simplemente observando el firmamento. Las nubes con sus
formas caprichosas le hacían sonreír, y también más de una lágrima derramar por
su semblante perdiéndose en la espesura de su barba.
Sentía el frio suelo, henchido con el rocío que todo lo cubría. Posaba sus
manos captando el mensaje que la tierra le trasmitía: serenidad.
Su mirada comenzaba a perderse en el horizonte, tras la nieve de las montañas,
contemplando el infinito azul del cielo con nostalgia de quién sabe qué tiempos
y lugares.
La luz del sol comenzaba a abrirse paso. Un rayo tímidamente
se aproximaba a su cuerpo acariciándole, sintiendo cómo entraba por su pecho
inundando todo su ser.
Una calma infinita le transportaba a un espacio donde las palabras, los
pensamientos, los deseos, no tienen cabida; donde simplemente se ES, más allá
de la vacuidad y la plenitud.
Una sensación que nunca antes percibió, empezó a tomar
consistencia. Una luz blanquecina con destellos dorados increíbles –como el más
maravilloso sol jamás imaginado– fue abarcando el espacio que le circundaba
hasta cegarle por completo. Él, se fundió en la luz y vislumbró con los ojos
que sólo el alma puede tener, a su amada.
Ahí se encontraba, frente a él, con su sonrisa de siempre, su piel tersa y
suave; su túnica blanca –más que blanca, pura, clara, inmaculada– fundiéndose
con su cuerpo, sin contornos. Sus ojos rasgados y azules, su pelo largo y
radiante, puro fuego.
Sin duda era ella.
Nunca más volverían a separarse. Son ahora Dos en Uno, Uno
en Dos.
Levantaron la vista, pues una luz les atrajo. Contemplaron un
rostro del Sol desconocido hasta entonces, hacia Él se encaminaron en un nuevo
tiempo del retorno al Hogar.