No sé si sucedió realmente o únicamente es fruto de mi imaginación, de los sueños no vividos. En este instante me llegan sensaciones acaecidas en algún momento de mi existencia donde la inocencia era la bandera de mi vida; donde a mi alrededor fluía sin sobresaltos la cotidianidad de otras gentes, el ir y venir de rostros alegres. Recuerdo correr en el campo colmado de espigas de trigo doradas y cómo me sentaba a desgranar alguna que otra; me entretenía machacando las semillas divagando sobre su destino en la mesa tras pasar por las manos que las convertirían en el ansiado pan de cada día. Puede que la pobreza fuera también la compañera de banco y de plato. Sonreía y reía a carcajadas sin motivo aparente. Corría gritando, dando gracias a la Vida por ser y sentir. No deseaba nada más que disfrutar de cada instante; contemplar el atardecer sentado sobre alguna roca, unas veces en el llano, otras sobre la más alta cumbre, impregnándome del calor de los rayos de sol que habían penetrado en su interior. Y esperar expectante la llegada de un nuevo amanecer. Rodeado de la naturaleza aprendí lo que la palabra escrita es incapaz de expresar, ésta me decía: “La Vida es gozo y simplicidad”.
Un día, en una de tantas inmersiones en el océano de la materia, dejé mis campos sumergiéndome en las profundidades más sombrías, donde la luz es una quimera. Encontré tristeza por doquier, hasta tal extremo me influyó que olvidé mi origen e incluso temí perder mi identidad. Los pensamientos, las emociones, estaban impregnados de una sustancia semejante al alquitrán que lo abarcaba casi todo: no era visible a los ojos de nadie, mas impedía que los movimientos fueran gráciles, haciendo la existencia pesada e incluso insoportable. Quería huir de allí, sin encontrar la salida, ni siquiera mirando hacia arriba. A veces me venían a la mente imágenes de un campo dorado y un cielo azul, aunque no tardaban en verse envueltos por la oscuridad de una noche que no parecía tener fin.
Sin saber cómo, en el crepúsculo de mi alma, cerré los ojos, el silencio era lo único que distinguí durante un largo espacio de tiempo hasta que acabé percibiendo una ínfima luz que surgía del fondo de mi ser. Latía como lo hace el corazón, su sonido me hizo olvidar donde estaba, hasta hacerme sentir que flotaba; no ascendía hacia un cielo exterior, sino que me adentraba absorbido por una espiral hacia lo que creí ser su centro. Todo estaba inundado de luz, y yo supe que era la misma luz. Contemplé mi cuerpo, ya no era el mismo que ocupaba un momento antes. Podía tocarlo y ver cómo, de pronto, se transformaba una y otra vez, como si fuera una noria de rostros girando sin cesar: todos ellos eran yo y, a su vez, ninguno lo era. Vislumbré un universo donde las galaxias giraban a diferentes ritmos, acercándose y alejándose unas de otras, respondiendo a un orden que desconocía. Este universo dio paso a otros, donde la grandeza y la insignificancia se confundían… Y cuanto veía era yo. Como vino, lo vivido, se fue.
Amanecía y los primeros rayos de sol atravesaron la ventana de mi dormitorio.
Y en las profundidades del océano vi por primera vez seres que emitían luz propia. Abrí los ojos y recordé lo que en un momento de mi existencia la naturaleza me enseñó: la Vida es gozo y simplicidad.
Sonrío.